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jueves, 16 de diciembre de 2021

J. M. COETZEE

 Los intelectuales racionales y laicos no se ofenden con mucha facilidad.

Las convicciones que no están respaldadas por la razón (razonan) no son poderosas, sino débiles; que alguien que mantiene una posición se ofenda cuando se ve cuestionado es signo de la debilidad y no de la fortaleza de dicha posición. Todos los puntos de vista merecen ser escuchados; el debate, según las reglas de la razón, decidirá cuál de ellos merece vencer.

Por un lado, la clase intelectual que describo considera perracional o irracional la indignación, y sospecha que no es más que un disfraz con el cual se engaña a sí mismo quien tiene una posición de debate débil.

Es muy posible que el intelectual tome partido por los indignados, por lo menos desde el punto de vista ético.

Esta tolerancia es consecuencia de la seguridad que los intelectuales sienten respecto al laicismo racional dentro de cuyos horizontes viven, de su confianza en que puede proporcionar explicación a la mayoría de las cosas.

Hay intelectuales de la clase que describo que, apuntando al “Conócete a ti mismo”, apolíneo, critican y estimulan la crítica de los fundamentos de su propio sistema de creencias. Tal es su confianza en sí mismos que incluso pueden acoger favorablemente los ataques que reciben, sonriendo cuando se los caricaturiza o insulta y respondiendo con el reconocimiento más entusiasta a los golpes más perspicaces e inteligentes. En muchos sentidos se parecen al gran maestro de ajedrez que, seguro de sus facultades, espera encontrar adversarios dignos de él.

Extracto de “Contra la censura”, Debate, pg. 17-19.

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viernes, 20 de noviembre de 2020

STEPHEN KING

Cuando he empezado un proyecto no paro, y sólo bajo el ritmo si es imprescindible. Si no escribo a diario empiezan a ponérseme rancios los personajes, con el resultado de que ya no parecen gente real, sino eso, personajes. Empieza a oxidarse el filo narrativo del escritor, y yo a perder el control del argumento y el ritmo de la narración. Lo peor es que se debilita el entusiasmo de crear algo nuevo; empiezas a tener la sensación de que trabajas, sensación que para la mayoría de los escritores es el beso de la muerte. Cuando se escribe mejor (siempre, siempre, siempre) es cuando el escritor lo vive como una especie de juego inspirado. Yo, si quiero, puedo escribir a sangre fría, pero me gusta más cuando es algo fresco y quema tanto que casi no se puede tocar.

Mientras Escribo, Debolsillo, p. 168.

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sábado, 20 de junio de 2020

JULIO RAMÓN RIBEYRO

Ahora que mi hijo juega en su habitación y que yo escribo en la mía me pregunto si el hecho de escribir no será la prolongación de los juegos de la infancia. Veo que tanto él como yo estamos concentrados en lo que hacemos y tomamos nuestra actividad, como a menudo sucede con los juegos, en la forma más seria. No admitimos interferencias y desalojamos inmediatamente al intruso. Mi hijo juega con sus soldados, sus automóviles y sus torres y yo juego con las palabras. Ambos, con los medios que disponemos, ocupamos nuestra duración y vivimos un mundo imaginario, pero construido con utensilios o fragmentos del mundo real. La diferencia está en que el mundo del juego infantil desaparece cuando ha terminado de jugarse, mientras que el mundo del juego literario del adulto, para bien o para mal, permanece. ¿Por qué? Porque los materiales de nuestro juego son diferentes. El niño emplea objetos, mientras que nosotros utilizamos signos. Y para el caso, el signo más perdurable que el objeto que representa. Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos. 

Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Seix Barral, p. 60.


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martes, 21 de abril de 2020

PABLO NERUDA


La sal del mundo se había reunido en México. Escritores exiliados de todos los países habían acampado bajo la libertad mexicana, en tanto la guerra se prolongaba en Europa, con victoria tras victoria de las fuerzas de Hitler que ya habían ocupado Francia e Italia. Allí estaban Anna Seghers y el hoy desaparecido humorista checo Egon Erwin Kish, entre otros. Este Kish dejó algunos libros fascinantes y yo admiraba mucho su gran ingenio, su infantil entremetimiento y sus conocimientos de prestidigitación. Apenas entraba a mi casa se sacaba un huevo de una oreja, o se iba tragando por cuotas hasta siete monedas que bastante falta le hacían al pobre gran escritor desterrado. Ya nos habíamos conocido en España y como él manifestaba la insistente curiosidad de saber por qué motivo me llamaba yo Neruda sin haber nacido con ese apellido, yo le decía en broma:

—Gran Kish, tú fuiste el descubridor del misterio del coronel Redl —famoso caso de espionaje acaecido en Austria en 1914—, pero nunca aclararás el misterio de mi nombre Neruda.

Y así fue. Moriría en Praga, en medio de todos los honores que alcanzó a darle su patria liberada, pero nunca lograría investigar aquel intruso profesional por qué Neruda se llamaba Neruda.

La respuesta era demasiado simple y tan falta de maravilla que me la callaba cuidadosamente. Cuando yo tenía 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista ese nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con monumento erigido en el barrio Malá Strana de Praga. Apenas llegado a Checoeslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda.

Confieso que he vivido, Seix Barral, p. 185.

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GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER


CARTAS LITERARIAS A UNA MUJER

En una ocasión me preguntaste:

¿Qué es la poesía?

¿Te acuerdas? No sé a qué propósito había yo hablado algunos momentos antes de mi pasión por ella.

¿Qué es la poesía? -me dijiste.

Yo, que no soy muy fuerte en esto de las definiciones, te respondí titubeando:

La poesía es..., es...

Sin concluir la frase, buscaba inútilmente en mi memoria un término de comparación, que no acertaba a encontrar.

Tú habías adelantado un poco la cabeza para escuchar mejor mis palabras; los negros rizos de tus cabellos, esos cabellos que tan bien sabes dejar a su antojo sombrear tu frente, con un abandono tan artístico, pendían de tu sien y bajaban rozando tu mejilla hasta descansar en tu seno; en tus pupilas húmedas y azules como el cielo de la noche, brillaba un punto de luz, y tus labios se entreabrían ligeramente al impulso de una respiración perfumada y suave.

Mis ojos, que, a efecto sin duda de la turbación que experimentaba, habían errado un instante sin fijarse en ningún sitio, se volvieron entonces instintivamente hacia los tuyos, y exclamé, al fin:

¡La poesía..., la poesía eres tú!

¿Te acuerdas? Yo aún tengo presente el gracioso ceño de curiosidad burlada, el acento mezclado de pasión y amargura con que me dijiste:

¿Crees que mi pregunta sólo es hija de una vana curiosidad de mujer? Te equivocas. Yo deseo saber lo que es la poesía, porque deseo pensar lo que tú piensas, hablar de lo que tú hablas, sentir con lo que tú sientes; penetrar, por último, en ese misterioso santuario en donde a veces se refugia tu alma y cuyo umbral no puede traspasar la mía.

Cuando llegaba a este punto se interrumpió nuestro diálogo. Ya sabes por qué. Algunos días han transcurrido. Ni tú ni yo lo hemos vuelto a renovar, y, sin embargo, por mi parte no he dejado de pensar en él. Tú creíste, sin duda, que la frase con que contesté a tu extraña interrogación equivalía a una evasiva galante.

¿Por qué no hablar con franqueza? En aquel momento di aquella definición porque la sentí, sin saber siquiera si decía un disparate. Después lo he pensado mejor, y no dudo al repetirlo; la poesía eres tú.

¿Te sonríes? Tanto peor para los dos. Tu incredulidad nos va a costar: a ti, el trabajo de leer un libro, y a mí, el de componerlo.
¡Un libro! - exclamas, palideciendo y dejando escapar de tus manos esta carta.

No te asustes. Tú lo sabes bien: un libro mío no puede ser muy largo. Erudito, sospecho que tampoco. Insulso, tal vez; más para ti, escribiéndolo yo, presumo que no lo será, y para ti lo escribo.
Sobre la poesía no ha dicha nada casi ningún poeta; pero, en cambio, hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son.

El que la siente se apodera de una idea, la envuelve en una forma, la arroja en el estudio del saber, y pasa. Los críticos se lanzan entonces sobre esa forma, la examinan, la disecan y creen haberla entendido cuando han hecho su análisis.

La disección podrá revelar el mecanismo del cuerpo humano; pero los fenómenos del alma, el secreto de la vida, ¿cómo se estudian en un cadáver?

No obstante, sobre la poesía se han dado reglas, se han atestado infinidad de volúmenes, se enseña en las universidades, se discute en los círculos literarios y se explica en los ateneos.

No te extrañes. Un sabio alemán ha tenido la humorada de reducir a notas y encerrar en las cinco líneas de una pauta el misterioso lenguaje de los ruiseñores. Yo, si he de decir la verdad, todavía ignoro qué es lo que voy a hacer; así es que no puedo anunciártelo anticipadamente.

Sólo te diré, para tranquilizarte, que no te inundaré en ese diluvio de términos que pudiéramos llamar facultativos, ni te citaré autores que no conozco, ni sentencias en idiomas que ninguno de los dos entendemos.

Antes de ahora te lo he dicho. Yo nada sé, nada he estudiado; he leído un poco, he sentido bastante y he pensado mucho, aunque no acertaré a decir si bien o mal. Como sólo de lo que he sentido y he pensado he de hablarte, te bastará sentir y pensar para comprenderme.

Herejías históricas y literarias, presiento que voy a decirte muchas. No importa. Yo no pretendo enseñar a nadie, ni erigirme en autoridad, ni hacer que mi libro se declare de texto.

Quiero hablarte un poco de literatura, siquiera no sea más que por satisfacer un capricho tuyo; quiero decirte lo que sé de una manera intuitiva, comunicarte mi opinión y tener al menos el gusto de saber que, si nos equivocamos, nos equivocamos los dos; lo cual, dicho sea de paso, para nosotros equivale a acertar.

La poesía eres tú, te he dicho, porque la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer.

La poesía eres tú, porque esa vaga aspiración a lo bello que la caracteriza, y que es una facultad de la inteligencia en el hombre, en ti pudiera decirse que es un instinto.

La poesía eres tú, porque el sentimiento, que en nosotros es un fenómeno accidental y pasa como una ráfaga de aire, se halla tan íntimamente unido a tu organización especial que constituye una parte de ti misma.

Últimamente la poesía eres tú, porque tú eres el foco de donde parten sus rayos.

El genio verdadero tiene algunos atributos extraordinarios, que Balzac llama femeninos, y que, efectivamente, lo son. En la escala de la inteligencia del poeta hay notas que pertenecen a la de la mujer, y éstas son las que expresan la ternura, la pasión y el sentimiento. Yo no sé por qué los poetas y las mujeres no se entienden mejor entre sí. Su manera de sentir tiene tantos puntos de contacto...

Quizá por eso... Pero dejemos digresiones y volvamos al asunto.

Decíamos... ¡Ah, sí, hablábamos de la poesía!

La poesía es en el hombre una cualidad puramente del espíritu; reside en su alma, vive con la vida incorpórea de la idea, y para revelarla necesita darle una forma. Por eso la escribe.

En la mujer, sin embargo, la poesía está como encarnada en su ser; su aspiración, sus presentimientos, sus pasiones y su Destino son poesía: vive, respira, se mueve en una indefinible atmósfera de idealismo que se desprende de ella, como un fluido luminoso y magnético; es, en una palabra, el verbo poético hecho carne. Sin embargo, a la mujer se la acusa vulgarmente de prosaísmo. No es extraño; en la mujer es poesía casi todo lo que piensa, pero muy poco de lo que habla.

La razón, yo la adivino, y tú la sabes. Quizá cuanto te he dicho lo habrás encontrado confuso y vago. Tampoco debe maravillarte. La poesía es al saber de la Humanidad lo que el amor a las otras pasiones. El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable; todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.

La ambición, la envidia, la avaricia, todas las demás pasiones, tienen su explicación y aun su objeto, menos la que fecundiza el sentimiento y lo alimenta.

Yo, sin embargo, la comprendo; la comprendo por medio de una revelación intensa, confusa e inexplicable.

Deja esta carta, cierra tus ojos al mundo exterior que te rodea, vuélvelos a tu alma, presta atención a los confusos rumores que se elevan de ella, y acaso la comprenderás como yo.

Cartas y leyendas.



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MARIO VARGAS LLOSA

(…). Mediante un malabar técnico, Julio Cortázar se las arregló para que su novela más conocida hiciera volar en pedazos la inexorable ley del perecimiento a que está sometido lo existente. El lector que lee Rayuela siguiendo las instrucciones del “Tablero de dirección” que propone el narrador, no termina nunca de leerla, pues, al final, los dos últimos capítulos terminan remitiéndose uno a otro, cacofónicamente, y, en teoría (claro que no en la práctica) el lector dócil y disciplinado debería pasar el resto de sus días leyendo y releyendo esos capítulos, atrapado en un laberinto temporal sin posibilidad alguna de escapatoria.

A Borges le gustaba citar aquel relato de H.G. Wells (otro autor fascinado, como él, por el tema del tiempo), La máquina del tiempo (The time machine), en el que un hombre viaja al futuro y regresa de él con una rosa en la mano, como prenda de su aventura. Esa anómala rosa aún no nacida exaltaba la imaginación de Borges como paradigma del objeto fantástico.

Cartas a un joven novelista, Alfaguara, p. 75.


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domingo, 26 de enero de 2020

JORGE LUIS BORGES

El oficio del poeta, el oficio del escritor, es un oficio raro. Chesterton dijo: “only one thing is needful, everything” (sólo una cosa es necesaria, todo). Ese todo para un escritor es más que una palabra genérica; ese todo para un escritor es literal. Representa lo capital, lo esencial, representa las experiencias humanas. Por ejemplo, un escritor necesita soledad, y consigue su parte. Un escritor necesita amor, y será amado y amante. Un escritor necesita amistad. De hecho, un escritor necesita el universo. Ser un escritor es, en un sentido, ser el que sueña despierto; vivir una suerte de doble vida.

Yo publiqué el primer libro mío, “Fervor de Buenos Aires”, en el año 1923. Este libro no fue un elogio en Buenos Aires; en cambio, yo traté de expresar cómo me sentía en relación con mi ciudad. Sé que entonces quedó en falta de muchas cosas, porque, aunque en mi casa viví en una atmósfera literaria –mi padre fue un hombre de letras- aún eso no es suficiente. Yo necesitaba algo más, que eventualmente encontré en la amistad y en la conversación literaria.

Lo que una gran universidad debería ofrecer a un joven escritor es precisamente eso: conversación, discusión, el arte del acuerdo y, lo que es acaso más importante, el arte del desacuerdo. Y como resultado de todo eso, es posible que llegue el momento en que el joven escritor sienta que pueda trasmutar sus emociones en poesía. Un joven escritor debería empezar, desde luego, imitando a los escritores que le gusten. De modo que el escritor se convierte en sí mismo perdiéndose a sí mismo –esa extraña forma de doble vida, de vivir en la realidad tanto como se pueda y al mismo tiempo de vivir en esa otra realidad, aquella que uno tiene que crear, la realidad de sus sueños.

Este es el propósito esencial del programa de escritura de la Facultad de Artes de la Universidad de Columbia. Hablo en nombre de los muchos jóvenes en Columbia quienes se esfuerzan por ser escritores, los muchos jóvenes que todavía no han descubierto la entonación de sus propias voces. He pasado recientemente dos semanas aquí, pronunciando conferencias ante ávidos estudiantes escritores. Puedo ver lo que estos talleres significan para ellos; puedo ver cuán importantes son para el avance de la literatura. En mi propia tierra, los jóvenes no tienen tales oportunidades.

Pensemos en los aun anónimos poetas, aun anónimos escritores, a quienes deberíamos reunir y mantenerlos juntos. Estoy seguro que es nuestra responsabilidad ayudar a estos futuros bienhechores a alcanzar ese descubrimiento final de sí mismos que hace a la gran literatura. La literatura no es un mero juego de palabras; lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas. Si no fuera por este profundo ímpetu íntimo, la literatura no sería más que un juego, y todos nosotros sabemos que puede ser mucho más que eso.

Todos tenemos el placer de la lectura, pero el escritor tiene a sí mismo el placer y la tarea de la escritura. Debemos a todos los jóvenes escritores la oportunidad de reunirse, les debemos la oportunidad de acordar o desacordar y, finalmente, les debemos la oportunidad de logar el arte de la escritura. Muchas gracias.


Apéndice de “El Aprendizaje del Escritor”.


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domingo, 22 de diciembre de 2019

MARCO AURELIO DENEGRI



Cuenta La Fontaine que un león de alta estirpe, al pasar por cierto prado, vio a una linda pastora, de la que se enamoró al instante. Esto ocurrió una mañana, y en la misma tarde de ese día, el león estaba platicando con los padres de la pastora y la pedía en matrimonio.

El padre hubiese preferido un yerno menos formidable y temible. Era duro y hasta doloroso concederle su hija a semejante bestia melenuda; pero no concedérsela era poco seguro y hasta peligroso. Además, una negativa hubiese originado tal vez un casamiento clandestino; y ello porque la muchacha se inclinaba por los arrogantes y se enamoraba fácilmente de los que lucían hermosa cabellera.

El padre no se atrevió, pues, a denegar la petición del fiero pretendiente, pero muy sagazmente y con muchas precauciones le dijo: “Mi hija es tímida y delicada. Si vais a acariciarla con esas garras, entonces sin duda la lastimaréis. Dejad, pues, que os corten las uñas, y al mismo tiempo permitid que os limen, y muy bien, los filudos dientes que tenéis. Así vuestros besos serán dulces y suaves y no causarán daño a mi hija”. El león consintió que le hicieran todo, tan enamorado estaba de la bella pastora.

Lo dejaron, pues, sin uñas y sin dientes, y parecía una fortaleza desmantelada. Entonces le soltaron una jauría de perros y el león inválido apenas pudo defenderse. Los canes acabaron con él muy rápidamente y del Rey de la Selva sólo quedó el recuerdo.

¡Ay, amor! Cuando caemos en tus manos, cuando te adueñas de nosotros, bien podemos decir entonces: ¡Adiós, prudencia, adiós, cautela, adiós, sensatez!

Un León Enamorado.
(18 de febrero del 2018).


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viernes, 20 de diciembre de 2019

CÉSAR HILDEBRANDT


Una universitaria del último semestre de ciencias de la comunicación me acaba de confesar que jamás leyó nada de César Vallejo.

-En el colegio no me lo pidieron –dijo-.
-Y en la universidad, ¿tampoco? –pregunté-.
-Para nada –contestó-.
- ¿Y tus compañeros, están en lo mismo?
-Supongo. Nunca hemos hablado del tema.

Es como si los egresados de la secundaria en Cardiff, País de Gales, no supieran quién es Dylan Thomas (aunque sea cierto que Richard Burton siempre será más famoso que Thomas). O como si en la Universidad de Buenos Aires se ignorara a Leopoldo Lugones. O en la de Concepción a Pablo Neruda. O en la de Managua a Rubén Darío.

Que nuestra educación es un remedo y muchos catedráticos y maestros unos impostores y algunos decanos unos jubilados de la cabeza, eso como que ya me lo sabía ¿Pero que una niña salga virgen de Vallejo después de toda la secundaria y de cinco años de universidad?
Y si es virgen de Vallejo, imagino que Martín Adán no la habrá tocado ni con el pétalo de una rosa de la espinela. Y puedo apostar también que está invicta de Moro, ilesa de Westphalen, sana y sagrada respecto de Washington Delgado.

Y esta señorita es periodista inminente. Y ha estudiado en una universidad privada y cara.
Se diría que, en el Perú, por lo general, la incultura se cultiva y lo culto se entierra.

(…)

Vallejo en la Calle (La Primera, 07 de enero de 2009).
Una Piedra en el Zapato.

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