(…).
Mediante un malabar técnico, Julio Cortázar se las arregló para que su novela
más conocida hiciera volar en pedazos la inexorable ley del perecimiento a que
está sometido lo existente. El lector que lee Rayuela siguiendo las
instrucciones del “Tablero de dirección” que propone el narrador, no termina
nunca de leerla, pues, al final, los dos últimos capítulos terminan
remitiéndose uno a otro, cacofónicamente, y, en teoría (claro que no en la
práctica) el lector dócil y disciplinado debería pasar el resto de sus días
leyendo y releyendo esos capítulos, atrapado en un laberinto temporal sin posibilidad
alguna de escapatoria.
A
Borges le gustaba citar aquel relato de H.G. Wells (otro autor fascinado, como
él, por el tema del tiempo), La máquina del tiempo (The time machine), en el
que un hombre viaja al futuro y regresa de él con una rosa en la mano, como
prenda de su aventura. Esa anómala rosa aún no nacida exaltaba la imaginación
de Borges como paradigma del objeto fantástico.
Cartas a un joven novelista, Alfaguara, p. 75.
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