La
sal del mundo se había reunido en México. Escritores exiliados de todos los
países habían acampado bajo la libertad mexicana, en tanto la guerra se
prolongaba en Europa, con victoria tras victoria de las fuerzas de Hitler que
ya habían ocupado Francia e Italia. Allí estaban Anna Seghers y el hoy
desaparecido humorista checo Egon Erwin Kish, entre otros. Este Kish dejó
algunos libros fascinantes y yo admiraba mucho su gran ingenio, su infantil
entremetimiento y sus conocimientos de prestidigitación. Apenas entraba a mi
casa se sacaba un huevo de una oreja, o se iba tragando por cuotas hasta siete
monedas que bastante falta le hacían al pobre gran escritor desterrado. Ya nos
habíamos conocido en España y como él manifestaba la insistente curiosidad de
saber por qué motivo me llamaba yo Neruda sin haber nacido con ese apellido, yo
le decía en broma:
—Gran
Kish, tú fuiste el descubridor del misterio del coronel Redl —famoso caso de
espionaje acaecido en Austria en 1914—, pero nunca aclararás el misterio de mi
nombre Neruda.
Y así
fue. Moriría en Praga, en medio de todos los honores que alcanzó a darle su
patria liberada, pero nunca lograría investigar aquel intruso profesional por
qué Neruda se llamaba Neruda.
La
respuesta era demasiado simple y tan falta de maravilla que me la callaba
cuidadosamente. Cuando yo tenía 14 años de edad, mi padre perseguía
denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo
poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un
apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista ese nombre
checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo
un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con monumento erigido en
el barrio Malá Strana de Praga. Apenas llegado a Checoeslovaquia, muchos años
después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda.
Confieso que he vivido, Seix Barral, p. 185.
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