En
un viernes cualquiera estábamos en nuestro salón de clases. Teníamos clase de religión;
mientras sacábamos nuestro libro comprado en la ODEC, la maestra me invitó al
frente para leer un pasaje bíblico. Se trataba del Capítulo 18, versículo 21-35
de Mateo, la historia tenía como mensaje el perdón al prójimo. Jesús no duda en sugerir castigo a quienes no perdonen.
Cuando terminé con mi participación, la maestra se notó muy complacida. Al retirarse de su clase, me llamó a las afueras del salón y me comentó que yo podría leer un texto
similar el día domingo en nuestra catedral para la misa de las siete de la
mañana. Yo me mostré encantado, pues hace mucho tiempo no asistía a misa. En
familia siempre acudíamos a la misa de 8:30 en el Barrio Santa Rosa, siempre mi
madre, mi hermano (quien ahora es agnóstico) y yo; era nuestra tradición. De
cualquier forma, asistir como un invitado especial para leer la palabra de Dios
frente la atención de muchos fieles, para mí era un privilegio, así que
acepte, desde luego. La maestra me indicó que se realizaría un ensayo de
lectura en la misma catedral el día sábado, en consecuencia debía asistir para
poder practicar antes de oficializar mi voz ante todos los asistentes.
Aquel
sábado, mientras esperaba a mi padre en casa para que me lleve a mi práctica de
lectura en la catedral, pensaba en que nunca me había encontrado tan distante
de la religión y en lo que me pasaba en mi familia en ese entonces. Como
consecuencia del divorcio de mis padres, en casa siempre habían inconvenientes
por múltiples razones. Por lo general se discutía por dinero, pues nunca era
suficiente, siempre faltaba.
De
camino y con sumo recelo (por temor a su molestia) pedí a mi padre tres soles,
suficientes para ir a la catedral el día domingo, los recibí sin mayor
cuestionamiento. De hecho al bajar de la moto de mi padre, me di cuenta de algo
muy evidente, un llamado divino tal vez; siendo coherentes, hacer una buena
lectura, que mí maestra me invite a una misa para leer y que mi padre me
entregue lo solicitado, eran las señales que me llenaban de convicción.
Ya
en la catedral noté que el salón principal estaba cerrado, me pregunté donde
serían las prácticas para las lecturas; di una vuelta al lugar y vi un grupo de
jóvenes en un salón más pequeño. Mientras caminaba hacia ese lugar una chica me
hizo señas con las manos para acercarme, me preguntó porqué estaba ahí, yo le
respondí que buscaba al grupo que practica las lecturas para la misa de domingo.
Ella me miró extrañada y me dijo: ¡puede ser aquí! pero, para poder leer en la
misa tienes que hacer tus sacramentos ¿eres bautizado? –Sí, le conteste. ¿Tienes
primera comunión? –No. ¡Ah! Necesitas hacer tu primera comunión, intégrate a
nuestro grupo, ésta es la catequesis de la catedral. Sorprendido ante su
respuesta solo atiné a preguntar ¿Estás segura? – Claro, me contestó dirigiéndome
para ingresar al salón.
En
el lugar había bastantes jóvenes de mi edad, muchos de ellos estaban en mi
colegio pues eran conocidos. También me sentí un extraño ahí, todos estaban en
grupo y conversaban, yo estaba solo, pero entre tanto, nuevamente pensé que
nada sucede en vano y de seguro este sería otro llamado divino el que me
permitía estar ahí.
A
los dos minutos, ingresó el Padre Oshiro, párroco de la Catedral. Al parecer
conocía a la mayoría de jóvenes, hizo la oración de bienvenida y se retiró. A
poco tiempo me enteré que el grupo llevaba reunido ya un mes aproximadamente;
sin embargo, conforme avanzaban las actividades, me sentí cómodo en aquel lugar.
Entre bromas, juegos y enseñanzas, la vida lejos de los inconvenientes
familiares si tenía un sentido y Dios me estaba permitiendo disfrutar de ello.
Al
terminar la catequesis eran las siete de la noche. Me despedí y agradecí a la
chica la invitación prometiendo regresar el próximo sábado, ¡No! Mañana tienes
que venir a la misa de las siete de la mañana - me contesto. ¡Perfecto, aquí
estaré! - le dije, aceptando que ya no leería ante los fieles, pero sería una
buena oportunidad para encontrar mi fe nuevamente.
Solo
tenía los tres soles que mi padre me había entregado, si regresaba a casa en
taxi ya no tendría para ir a la misa de las siete. Me puse a caminar a casa,
estaba a 20 minutos de camino.
Mientras
caminaba, recordaba todo lo que me había pasado los últimos dias. Sonreía en la
calle, los problemas familiares no tenían lugar y pensé que era momento de
pedir perdón a Dios por haberme alejado de él, quizás los problemas en mi vida
eran consecuencia de ello, pero esa tarde estaba contento y lleno de energías.
Cuando
estaba a medio camino de casa ingresé a una calle silenciosa, de pronto un
motocar con tres personas a bordo me
cerró el camino y levantaron un arma, era un asalto. Pasmado y sin algún
movimiento por hacer, me arrancaron el canguro donde tenia mis documentos, un
celular que me habían regalado mis tíos por mi cumpleaños, y los tres soles
para ir a la misa de domingo. Sin saber que decir, me senté en la acera, un
vendedor de panes, testigo de lo ocurrido me preguntó si estaba bien, no
conteste. Me levante y caminé con prisa hacia mi casa.
Cuando
llegué no había nadie y no tenía llaves para entrar. Sentado en la vereda, me
puse a pensar en la lectura de Mateo que hice un día anterior, busqué a un
prójimo para perdonar en esta historia, no encontré a nadie.
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