El
oficio del poeta, el oficio del escritor, es un oficio raro. Chesterton dijo: “only one thing is needful,
everything” (sólo una cosa es necesaria, todo). Ese todo para un
escritor es más que una palabra genérica; ese todo para un escritor es literal.
Representa lo capital, lo esencial, representa las experiencias humanas. Por
ejemplo, un escritor necesita soledad, y consigue su parte. Un escritor
necesita amor, y será amado y amante. Un escritor necesita amistad. De hecho,
un escritor necesita el universo. Ser un escritor es, en un sentido, ser el que
sueña despierto; vivir una suerte de doble vida.
Yo
publiqué el primer libro mío, “Fervor de Buenos Aires”, en el año 1923. Este
libro no fue un elogio en Buenos Aires; en cambio, yo traté de expresar cómo me
sentía en relación con mi ciudad. Sé que entonces quedó en falta de muchas
cosas, porque, aunque en mi casa viví en una atmósfera literaria –mi padre fue
un hombre de letras- aún eso no es suficiente. Yo necesitaba algo más, que
eventualmente encontré en la amistad y en la conversación literaria.
Lo
que una gran universidad debería ofrecer a un joven escritor es precisamente
eso: conversación, discusión, el arte del acuerdo y, lo que es acaso más
importante, el arte del desacuerdo. Y como resultado de todo eso, es posible
que llegue el momento en que el joven escritor sienta que pueda trasmutar sus
emociones en poesía. Un joven escritor debería empezar, desde luego, imitando a
los escritores que le gusten. De modo que el escritor se convierte en sí mismo
perdiéndose a sí mismo –esa extraña forma de doble vida, de vivir en la
realidad tanto como se pueda y al mismo tiempo de vivir en esa otra realidad,
aquella que uno tiene que crear, la realidad de sus sueños.
Este
es el propósito esencial del programa de escritura de la Facultad de Artes de
la Universidad de Columbia. Hablo en nombre de los muchos jóvenes en Columbia
quienes se esfuerzan por ser escritores, los muchos jóvenes que todavía no han
descubierto la entonación de sus propias voces. He pasado recientemente dos
semanas aquí, pronunciando conferencias ante ávidos estudiantes escritores.
Puedo ver lo que estos talleres significan para ellos; puedo ver cuán
importantes son para el avance de la literatura. En mi propia tierra, los
jóvenes no tienen tales oportunidades.
Pensemos
en los aun anónimos poetas, aun anónimos escritores, a quienes deberíamos
reunir y mantenerlos juntos. Estoy seguro que es nuestra responsabilidad ayudar
a estos futuros bienhechores a alcanzar ese descubrimiento final de sí mismos
que hace a la gran literatura. La literatura no es un mero juego de palabras;
lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas.
Si no fuera por este profundo ímpetu íntimo, la literatura no sería más que un
juego, y todos nosotros sabemos que puede ser mucho más que eso.
Todos
tenemos el placer de la lectura, pero el escritor tiene a sí mismo el placer y
la tarea de la escritura. Debemos a todos los jóvenes escritores la oportunidad
de reunirse, les debemos la oportunidad de acordar o desacordar y, finalmente,
les debemos la oportunidad de logar el arte de la escritura. Muchas gracias.
Apéndice
de “El Aprendizaje del Escritor”.
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