César Hildebrandt, a través de su columna MATICES, publicada
el pasado 17 de agosto en su revista “Hildebrandt en sus trece”, manifiesta su admiración
plena por Denegri. Les dejo este vestigio; conozcan un poco más a MAD desde la visión
de uno de los periodistas más reconocidos del país.
DENEGRI
Marco
Aurelio Denegri pertenecía a la única aristocracia que ha sobrevivido: la de la
cultura.
En
nuestro Versalles libresco Denegri era un Luis XVI, tan sabio y proteico como
el monarca que sería decapitado para abrirle la puerta a la modernidad.
He
escrito varias veces sobre Denegri, pero esta vez sé que no me leerá. ¿Se habría
molestado el maestro gruñón si yo hubiera recordado nuestra relación editorial
en la vieja “Caretas” de Zileri y Gibson? Resulta que Denegri me enviaba sus
colaboraciones de sexólogo amateur –lo que incluía grabados cuidadosamente
seleccionados- y yo oficiaba de mediador y editor. A Zileri no le terminaba de
agradar el reincidente tema y alguna vez postergó la publicación de esos textos.
Y tengo que decir que a mí me eran indiferentes porque pensaba, como un
salvaje, que el sexo teórico era una erudición inútil. No había llegado a
Bataille ni ha Reich ni había superado mi etapa de cazador y recolector.
Tampoco
me gustaba que Denegri fuera gallero de navaja y grito –imaginarlo en el
coliseo Sandia me deprimía enormemente- y que se permitiera el populismo de
acreditar el cajón como si de un instrumento genial se tratara. Y jamás leí su
revista “Fáscinum” porque, entre otras cosas, no creía que aquello de los lotos
dorados tuviese un origen erótico y una finalidad fetichista. Me parecían, sencillamente,
crueldades machas de chinos mandarines.
Pero
siempre admiré a Denegri. Y, por supuesto, envidié sus privilegios de
misterioso rentista. Soñaba con tumbarme, como él, a leer sin preocuparme del
trabajo nutricio y la quincena salvadora –algo que no había podido hacer
durante los años de adolescente y aprendiz de periodista-.
César
Lévano, entrevistado por Paco Moreno, ha recordado generosamente en un libro al
lector sonámbulo que fui (y sigo siendo). Pero en materia de disciplina lectora
y tiempo para ejercerla yo era un calchín respecto de ese lectófago monstruoso
que era Marco Aurelio.
Fue después
que Denegri se apartó, felizmente, de la sexología. Mujeres idiotas de acento
tropical llenarían ese vacío en la TV y las radios exitosas.
Y fue
ahí cuando pudimos disfrutar del Denegri poliédrico que gozaba provocándonos.
Era lingüista arrebatado sin ser lingüista, y diccionarista sin ser lexicógrafo,
y neologista temerario sin ser académico. Y hacía de corrector universal de
sandeces escritas y consagradas y sólo por esa tarea hubiera debido de tener un
programa diario. O dos.
Era, además,
encantadoramente antipático. No se hubiera congraciado ni con su abuela y tenía
una relación helada con el éxito. Algo de sus gestos huidizos, sin embargo, me decía
que detrás de ese templario del humanismo se escondía un hombre frágil necesitado
de calidez. Su letrado cinismo sobre los sentimientos y el amor era parte de un
personaje que él había fabricado para ahuyentar las tentaciones. Llego a ser en
mi modesta opinión un romántico fallido con rasgos de misoginia.
Pero
vaya que sí fue un gran tipo. Un gran tipo sin remplazo. Unos menos en el
elenco de gente que vale la pena. Me habría gustado creer en el más allá para
imaginarlo en alguna parte, bajo la sombra de un árbol leyendo el tomo enésimo
de una colección titulada “Enciclopedia universal de la estupidez humana”. Lo vería
sonreírse.
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